El irlandés: Scorsese se repite, pero gusta (de nuevo)

Después de repetírmela, pero esta vez en cine, sin pestañear un solo instante, ahora sí puedo decir que la primera impresión que te da El irlandés en la media hora inicial, es que Martín Scorsese se copia sí mismo. Eso lo ha dicho ya un montón de gente, y pareciera que no les falta razón. Ya saben: la misma cámara entrometida de Buenos Muchachos (Good Fellas), los mismos portaviones con ruedas de Casino, las mismas ballads de big bands como música de fondo y las mismas palizas de escarmiento de ya no me acuerdo cuál de las dos mencionadas, porque lo más probable es que sea de las dos…

El irlandés, Martín Scorsese. 2019

Pero, bueno, ¿quién ha dicho que, en caso de ser así, repetirse necesariamente está mal? A mí me parece que no, y en algunos casos es todo lo contrario: cualquiera que vaya a ver una obra de Scorsese sobre gánsteres sabe muy bien a lo que va, y va a verla precisamente por eso. ¿O qué esperaban encontrar en una película dirigida por Scorsese que cuenta la historia de Jimmy Hoffa? ¿Una ejecutiva joven que llega a un restaurante y descubre que su cita a ciegas es el pesado con el que acaba de discutir en el parqueadero?

De hecho, una original mirada del mundo y un particular estilo son los que hacen a un verdadero artista, y aunque algunos tiendan a repetirse en sus obras, no por ello pierden calidad. ¿Cuál es el leitmotiv presente en Cien años de soledad, en El amor en los tiempos del cólera y en Del amor y otros demonios? El mismo, uno o varios amores obsesivos. ¿Entonces, son malas las dos últimas por asemejarse a la primera? No, son muy buenas. ¿No tienen mérito las decenas de pinturas de Papas, muy parecidas entre sí, elaboradas por Francis Bacon? ¿Es aburrida la saga de El Padrino (The Godfather) sólo porque a partir de la primera ya sabemos que al principio hay una celebración seguida de un desacuerdo entre el Padrino de turno y otro jefe mafioso, más tarde un atentado y al final la matanza de todos los enemigos? ¿Alguien se habría perdido una eventual cuarta parte? Hágame el maldito favor: ¡no!

Debe ser por eso, también, que nos empecinamos en pedir los mismos platos en los mismos restaurantes: porque nos gustan algunas recetas en especial.

Pero a duras penas íbamos por la primera media hora de El irlandés. Faltaba la pendejadita de tres más, y -voilá- justo ahí apareció Al Pacino, quien durante las dos y media siguientes no sólo luce gigante en su calculadamente histriónica interpretación de Jimmy Hoffa, hasta el punto en que hace ver apenas normalito a Jack Nicholson interpretando al mismo personaje hace 25 años, sino que funge como un elemento inédito en el mundo gansteril de Scorsese: como una especie de antagonista de peso para todos esos viejos sicilianos intocables; como una contraparte verdadera, de carne y hueso, diferente a las abstractas e impersonales autoridades gringas que solían dañarles el caminado en Casino o en Buenos muchachos. (Punto aparte: las escenas en las que Jimmy Hoffa se enfrasca en un duelo de miradas torvas con Tony Salerno, y las otras dos que preceden a sendas peleas en las que se lía a puñetazos con Tony ‘Pro’, nos regalan a un Pacino magistral).

Y aunque paralelo a la novedad de Pacino siguen desfilando a su lado los gánsteres scorseseanos de toda la vida, que no gritan ni amenazan a nadie pero que de buenas a primeras le pegan un par de balazos a quemarropa en la cara a cualquiera, Scorsese tiene todavía algo más que decir en este nuevo capítulo de su filmografía. Me refiero a una mayor complejidad, a un mayor relieve en este tipo de personajes suyos tradicionales con respecto a trabajos anteriores. No hablo aquí solamente de la recurrente preocupación de un par de matones por el afecto de una niñita (de parte del ‘tío’, sí, pero sobre todo de parte del padre). También están la nostalgia y el arrepentimiento y el deseo de redención, ad portas de su muerte por vejez en la cárcel, del otrora implacable Russell Bufalino, por ejemplo (momento cúspide de la interpretación de Joe Pesci en la cinta, dicho sea de paso). Y sus notorias vulnerabilidad y dependencia. Tan lejos todo eso de aquel Henry Hill que maldecía haberse convertido en un “pobre pendejo”, en el epílogo de Buenos muchachos.

Rasgos tales que también se pueden ver, con más detalle, en Frank Sheeran (Robert de Niro, que tiene su momento cumbre en la película cuando llama a su amiga Lo, la en ese momento desesperada esposa de Jimmy Hoffa, para tratar de consolarla por su propio crimen). Sheeran en la media hora final -la misma que conserva el sello de Scorsese pese a su carácter atípico- revela una personalidad llena de matices. Es, a pesar de sus años, todavía un tipo duro, que habla en forma ruda, al que le importan un carajo muchas de las cosas de su pasado, diríase que por incapacidad de digerirlas, por su gran número (ni siquiera recuerda bien por qué delitos fue que lo condenaron). Sin embargo, hay otras que no puede olvidar, y lo llevan a comportarse al mismo tiempo como cualquier sensible hijo de vecino.

¿La más significativa? Más allá del rompimiento de los vínculos con todos sus seres queridos, situación que lo obliga a preparar sus propias exequias y a pasar navidades en absoluta soledad, es sin duda el asesinato por su propia mano de su mentor y -sobre todo- amigo, Jimmy Hoffa, hecho por el que su hija nunca más volvió a dirigirle la palabra.

Jimmy Hoffa, sí, aquel a quien él mismo le pidió que le entregara la máxima distinción de su vida profesional, precisamente por haberlo ayudado a llegar hasta allá; aquel que siempre lo quiso y confió ciegamente en él; aquel en cuyo homenaje él, en el cierre de la película, le pide al sacerdote, cuando éste sale del cuarto, que deje la puerta entreabierta, como afirma que le gusta verla: exactamente como la dejó su amigo Hoffa en el hotel, la primera vez que se vieron y que durmieron bajo el mismo techo, en dos estancias contiguas.

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