El quereme

Por FREDDY SÁNCHEZ CABALLERO

Después de un sonado fracaso amoroso, tal vez como consecuencia de un desequilibrio emocional, ella tuvo todos los novios que quiso. Sus ojos rasgados, su figura voluptuosa y el natural vaivén de su cintura atraían la mirada de los transeúntes sin proponérselo. Si bien seguía robando suspiros entre los muchachos, ya no era tan joven. Finalmente, se casó con un hombre mayor que recién llegó al pueblo comprando ganado. Su entrenado ojo para las novillas de caderas generosas le bastaba para saber que había encontrado a la mujer deseada. De regalo de bodas le compró una casa confortable alrededor de la plaza y se la surtió con lo mejor que había en el comercio. Para ella parecía el partido perfecto, pero, en contra de todo pronóstico, no pudo ser feliz.

"Desnuda frente a la inmensidad de  la selva oscura, él  nunca la vio tan bella".
“Desnuda frente a la inmensidad de  la selva oscura, él  nunca la vio tan bella”.

No bien terminada la luna de miel, se la pasaba largas horas en silencio y sin parpadear siquiera. Desatendió las labores hogareñas y en ocasiones la veían deambular desnuda por el patio, recogiendo florecillas silvestres y entonando canciones de amor. En noches de luna empeoraba. Le daban  calenturas y convulsiones en las que se enterraba las uñas, se arrancaba el pelo y en contorsiones eróticas balbuceaba los nombres de amores frustrados o imposibles. Preocupado por la posibilidad de una enfermedad tropical, su marido la llevó a un hospital cercano, pero luego de varios exámenes sin encontrarle nada, los médicos dijeron que si algo malo había en ella, estaba fuera de su cuerpo. Le recomendaron un cura que por los lados del Valle exorcizaba los demonios de la carne y ese hechizo de fuego que le hacía querer estar con todos menos con él.

―Esto es un asunto delicado―, dijo el cura después de mirarla de arriba a abajo, ―es un ritual sacramental, que por no estar refrendado por el obispo, exige mucha  confidencialidad. Usted debe esperar afuera, le dijo al marido; es riesgoso para seres impuros o en pecado. Pese a su mirada procaz, el marido aceptó con tal de que su mujer se aliviara, no era tiempo para recelos. Encerrada a solas con el exorcista, ella repitió mansamente la abigarrada lista de plegarias de liberación que él recitó con excitación, mientras escupía agua bendita sobre su cuerpo y restregaba su piel con dedos y labios para succionar, según dijo, ese espíritu maligno que ella llevaba adentro. Terminada la sesión, le recomendó un ayuno libre de carnes rojas y una larga abstinencia, pues solo debía retozar con su marido una vez al mes, pensando en el Espíritu Santo. A partir de ese día sería una mujer nueva, libre de afanes y con el poder de pisar serpientes y alacranes sin sufrir el menor daño. Para esos momentos de ardorosa angustia, le vendió además la oración del padre Pío.

No obstante, al llegar al pueblo, el fantasma de la bestia de la lujuria se apoderó de su carne ardiente otra vez y, decían las vecinas, a hurtadillas arrastraba muchachos a su cuarto por la puerta de atrás.

Convencido de que se trataba de un maleficio poderoso, el marido optó por una solución definitiva. Emprendieron un largo viaje hasta el Putumayo y la puso en manos del mejor chamán amazónico de la región. Éste, con solo verla, dijo que se trataba de un “quereme” o mal de amor. Embadurnó su piel con un compuesto de resinas y yerbas: Changropanga, Ayahuasca y Chancruna, lodo azul y sangre de guacamaya. Le puso un collar de plumas como amuleto y con cánticos ancestrales y rezanderías invocó a los espíritus del monte. Asustada, ella arrimó a sus labios temblorosos  la pequeña totuma que le ofreció el brujo con aquel compuesto mágico, alejó todo pensamiento turbio de su mente y cerrando sus ojos  se dejó llevar. 

Su cuerpo traspasó el umbral de lo terreno. Sintió que flotaba por encima del bien y del mal. Le dieron ganas de vomitar, pero se contuvo. Con mirada indefensa y perturbada inició una sutil danza de movimientos lentos y convulsiones repentinas. Desnuda frente a la inmensidad de  la selva oscura, él  nunca la vio tan bella. Mientras el chamán soplaba el humo de tabaco y otras hojas en sus puntos de fuerza ―Corona, espalda, senos, manos, sexo― y sacudía con ramas de coca los demonios que se escurrían por sus poros abiertos, ella, aún bajo los efectos del bebedizo y el encantamiento, vio conformar en el humo y la espesura, los rostros de todos sus amantes que se desvanecían en la oscuridad hacia lo profundo del monte, molestos, descompuestos, pesarosos,  rumbo al olvido.  (F).

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